

13 March 2025
La Ley 12/2013 de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria en España, establece normas para garantizar prácticas comerciales justas entre los eslabones de la cadena (productores, transformadores y distribuidores).
Su objetivo principal —con el que yo creo nadie puede estar en desacuerdo— es contribuir a una cadena alimentaria creadora de valor y a un reparto equilibrado de dicho valor entre todos sus actores.
Para ello, intenta proteger a los productores primarios (agricultores, ganaderos, pescadores) y evitar prácticas abusivas en la fijación de precios.
Sobre el pago del coste de producción, destacan la prohibición de venta por debajo del coste de producción (art. 5): este prohíbe a los compradores exigir precios por debajo del coste efectivo de producción al productor primario, y considera práctica desleal vender productos agrarios o alimentarios a un precio inferior al coste de producción, salvo excepciones justificadas (ej.: liquidación de stocks).
Por lo tanto, el tema de los costes de producción, de su definición y de su cálculo, ya no es simplemente una cuestión en debate entre los economistas agrarios, sino un tema con relevancia jurídica y legal.
Una batalla del "abuelete"
Les voy a contar una de estas batallas que narramos los que ya peinamos canas. En el año 1984, hice una estancia en prácticas en la Comisión Europea, concretamente en la unidad de Análisis Económico de la Dirección General de Agricultura.
Uno de mis primeros encargos fue el seguimiento de un estudio de costes de producción del vino en España, Italia y Francia. Los consultores italianos estaban empeñados en calcular lo que ellos llamaban el “coste total de producción”, incorporando el coste de la mano de obra familiar y la renta de la tierra.
El resultado era contradictorio. Los productores de vino italianos perdían dinero, vendían por debajo de su coste de producción, pero la producción no paraba de aumentar año tras año. Es esta frase tan manida de que “pierdo por cada kilo que produzco… pero lo compenso aumentado la producción”.
El papel lo aguanta todo, la realidad económica no; y si la producción aumenta es que, al menos para algunos productores, esta es rentable. Por lo tanto, hay que trabajar con definiciones de costes de producción que permitan comprender lo que está pasando en los mercados.
Muchas dudas
Sabemos lo que son los costes variables de producción. Se pueden calcular o estimar, pero solo reflejan una parte de la realidad económica de las explotaciones. No es sostenible que un productor solo cubra sistemáticamente sus costes variables de producción.
Entonces, me surgen muchas dudas, algunas de las cuales voy a exponer a continuación.
La mano de obra familiar: cualquier trabajo merece remuneración, también el del agricultor y, en su caso, sus ayudas familiares. El problema está en cómo calcular su remuneración.
La teoría económica nos dice que se debería hacer en base a su coste de oportunidad. Pero ¿cómo calculamos un coste que varía además en cada caso en función justamente de las oportunidades —si existen— reales de empleo?
El precio de la tierra: por múltiples razones, el precio de la tierra no está relacionado con su rentabilidad económica. Intervienen otros factores como son —entre otros— su carácter patrimonial, el prestigio social, la tradición familiar, la escasa oferta o su carácter de valor refugio en un mundo lleno de incertidumbre. En estas condiciones ¿deberíamos incorporar al cálculo el coste de oportunidad financiero de la inversión?
Cada productor, un coste: en estas condiciones, cada productor agrario tiene un coste distinto de producción, en función —de nuevo, entre otros— de su capacidad profesional y técnica, la calidad de su tierra o de su ganado o sus técnicas de producción (secano versus regadío, por ejemplo). ¿Cuál es el coste de producción que debería calcular una cooperativa que tiene estos distintos costes para distintos socios? Con un coste medio, siempre habrá agricultores que tendrán que vender por debajo de su coste de producción.
Unos rendimientos variables: el coste unitario de producción es el cociente entre los costes de producción —independientemente de la fórmula de calculo que escojamos— y la producción. Pero esta es imprevisible, variando cada año en cultivos anuales y cada semana en cultivos de invernadero.
Los contratos de suministro: es buena práctica, allí donde es posible como en el caso de muchas frutas y hortalizas, firmar contratos de suministros con los clientes para una parte al menos de la campaña. El agricultor es normalmente un “tomador de precio” (price taker, en inglés) y no un formador de precio (price maker).
En España, el 50 % de la producción agraria es vendida fuera de nuestras fronteras, en competencia con otros Estados miembros de la Unión Europea y países terceros. En frutas y hortalizas, por ejemplo, el precio de mercado es el resultado de la oferta de todos y de la demanda de los consumidores. Si hace un invierno templado, esta demanda se reduce en el caso de las naranjas y mandarinas. En cambio, si hace calor, la demanda de sandías y melones se dispara.
Si una semana el precio de mercado se hunde ¿vamos a obligar legalmente a las cooperativas españolas a incumplir sus contratos y que dejen de suministrar? No puede ser este el objetivo que el legislador ha perseguido cuando aprobó la ley.
Los productos perecederos: de nuevo nos vale el ejemplo de las frutas y hortalizas. ¿Puede una cooperativa dejar de vender sus tomates porque el precio de mercado esta semana es malo? De nuevo el legislador no ha podido querer la retirada y la destrucción de mercancía apta para el consumo, retirada y destrucción, que también tienen un coste económico —además del social y ético—. Más vale vender barato, y recuperar al menos parte de los costes, que destruir pagando además el coste de la operación.
La gestión del espacio de almacenamiento: este es un caso clásico en nuestro país en los sectores del vino y del aceite de oliva, y con los cereales en Francia. Las cooperativas tienen la obligación de aceptar toda la producción de sus miembros. Cuando va a empezar la campaña, debe disponer de la capacidad de almacenamiento suficiente para poder hacerlo. Cuando, por cualquier razón, todavía hay demasiada producción almacenada y se acerca la nueva cosecha, es de buena práctica de gestión prepararse para ello, aunque esto implique la venta de determinadas partidas a precios de liquidación.
La producción conjunta: abordé este tema en mi artículo “Las naranjas de zumo y el coste efectivo de producción”. ¿Cómo distribuimos los costes de producción entre los distintos productos obtenidos? En este caso, es la naranja para consumo de boca y la naranja para industria, siendo esta última muy a menudo además un subproducto de la primera.
El periodo de cálculo: para hacer frente a tanta volatilidad a lo largo de la campaña, una posible respuesta sería no comprobar el respeto del coste de producción contrato a contrato, sino tomar un periodo más largo, en el que se podrían establecer compensaciones entre buenos momentos de mercado y otras menos buenos.
De hecho, muchas cooperativas de cereales programan vender a lo largo de la campaña para intentar conseguir un precio medio aceptable que les proteja de las especulaciones.
Habría que esperar entonces el final del periodo para conocer cuál ha sido el precio medio de venta y el coste medio de producción. Pero el daño en los mercados es inmediato, y cuando un mercado está hundido todos sabemos que es muy complicado el recuperarlo al menos en esta campaña. Esto reduciría, por lo tanto, la eficacia de la medida legislativa.
La confidencialidad de los datos: no soy jurista, pero el tema me preocupa. Para que un comprador pueda cumplir la ley, tiene que asegurarse de que su vendedor está cubriendo sus costes de producción. Puede creerse a pies juntillas lo que le cuentan, pero puede querer tener la garantía de que las cosas ocurren como dicen que ocurren, porque su responsabilidad legal está comprometida.
Esto implica conocer los datos de costes de tus suministradores, lo que me parece —insisto, estoy en un tema en el que mi competencia es aún menor que en de los análisis de mercado— plantear problemas de confidencialidad.
Las declaraciones oportunistas: si tiene que vender, y si el comprador pide que le certifiquen que cubre sus costes de producción, y si no hay otra alternativa, el vendedor certifica lo que tiene que certificar. El problema se agrava cuando hay un desequilibrio de poder negociador entre las partes.
Salir del embrollo
Como vemos, el tema de los costes de producción es de todo menos sencillo, y me da miedo su judicialización. Mal vamos si metemos a abogados, picapleitos y jueces en medio de las relaciones comerciales entre operadores económicos.
El objetivo perseguido por la ley es legítimo y ampliamente compartido, y en este caso el diablo está en los detalles. No tengo ninguna pretensión de disponer de la barita mágica que resuelva el embrollo, no soy Alejandro el Magno, y además no creo que este sea un nudo gordiano que se pueda romper con una simple espada.
Las prisas son malas consejeras. Me permito sugerir realizar primero una evaluación participativa del funcionamiento de la ley, para identificar aciertos y tensiones y recoger propuestas de mejora.
Es verdad que el ritmo evaluativo es lento, poco compatible con las urgencias y los calendarios políticos, pero me sigue pareciendo una necesidad.
Una entre las muchas pistas a explorar son los cálculos indiciales. Suponiendo que el contrato inicial firmado entre las partes cubre los costes de producción (lo que ya es suponer), la adaptación periódica de dicho precio se podría realizar en base al cálculo de unos índices de evolución de los costes realizados por interprofesiones o institutos científicos, universidades o instituciones aceptadas como referencia por las partes.
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