12 September 2024
El libro La venganza del campo, de Manuel Pimentel, está ya en su séptima edición, y al ritmo que va de ventas, pronto llegará a la octava. Es, sin duda, un éxito de quien fuera ministro de Trabajo y Asuntos Sociales (1999-2000) en uno de los gobiernos de Aznar.
Además de novelista, editor de Almuzara (editorial cordobesa) y prolijo ensayista, Pimentel es, sobre todo, y a los efectos de lo que trata en su libro, ingeniero agrónomo y propietario de una explotación de ganadería ecológica. Todo eso le convierte en una persona siempre interesante de escuchar y leer, dada su presencia habitual en foros de debate y en los medios de comunicación.
Con ese interés he leído La venganza del campo, donde su autor recopila una veintena de artículos publicados entre 2009 y 2023, todos ellos escritos con un estilo brillante, bien estructurados y organizados desde una buena base argumental. Tienen, además, la suficiente carga emocional como para llegar al corazón de los lectores, sobre todo si son agricultores y ganaderos o personas de algún modo relacionadas con el sector agrario.
El libro trata temas diversos y atractivos, como el cambio climático, la compleja relación entre agricultura y medioambiente, la confrontación entre agricultores y ecologistas, la protección de la biodiversidad vegetal y animal, el regadío, la producción de energías renovables, el consumo de carne, la despoblación rural, el bienestar animal… Y lo hace Pimentel con tal habilidad y equilibrio, que resulta fácil compartir con él muchas de sus afirmaciones.
Reactivando el viejo agrarismo
Sin embargo, resulta sorprendente que, de esa amplia diversidad temática, impregnada de ideas modernas, e incluso innovadoras, y en sintonía con los tiempos actuales, el autor destaque la vieja tesis de “la venganza del campo”, que da título al libro.
Según Pimentel, la sociedad no valora el campo y los agricultores como se merecen por el carácter esencial de su actividad (la producción de alimentos), sino que “lleva décadas despreciándolos” desde un supremacismo ecologista cada vez más presente en la opinión pública y en la clase política. Y pronostica que, de ese desprecio, “el campo se vengará al modo bíblico”, si es que no lo está haciendo ya, y que lo hará en forma de “escasez y brutal encarecimiento de los alimentos” (frases incluidas en su libro).
Dada la fuerza emocional de su mensaje (“¿por qué el sector primario es pisoteado y perseguido por la misma sociedad a la que le da de comer?”, se pregunta Pimentel en la cubierta del libro), es comprensible que esté calando en muchos agricultores indignados, sobre todo entre los que tienen problemas para rentabilizar su actividad y están al límite.
La fuerza emocional del mensaje, que victimiza a los productores de alimentos y los separa del resto de la sociedad de la que forman parte, hace que cale fácilmente entre muchos agricultores indignados
Es el suyo un discurso que victimiza a los agricultores y los separa, en tanto víctimas, de una sociedad de la que ellos también forman parte, pero de la que se sienten excluidos.
Ello explica el éxito del libro de Pimentel, ya que actúa como una especie de bálsamo de Fierabrás que, al tiempo que mitiga las heridas de ese tipo de agricultores, los empodera y los rebela contra sus victimarios (las industrias de insumos, las empresas de la gran distribución, los ecologistas, los animalistas, los funcionarios de Bruselas, los departamentos de agricultura…).
En su tesis, “la venganza del campo” puede verse, por tanto, un retorno al viejo agrarismo corporativo según el cual la ciudad, y los intereses que ella representa (incluidos los políticos), no comprenden al campo, sino que lo expolia aprovechándose de sus recursos sin pagarle a los agricultores lo que es justo.
Como todo discurso corporativista, el que plantea Pimentel es apocalíptico, tanto en el tono, como en la forma de expresar el mensaje. Pero también es simplificador en su contenido, por cuanto trata los cambios que experimenta la agricultura en este primer cuarto del siglo XXI como si fuera un sector homogéneo, no diferenciado internamente y replegado en torno a unas esencias identitarias construidas a lo largo de la historia y que, según este discurso, solo los agricultores entienden.
Como todo discurso corporativista, es apocalíptico, simplificador y unificador de realidades muy distintas a partir de problemas específicos y coyunturales
Es, además, un discurso, que, al igual que todos los corporativismos, se impone como unificador, haciendo que los problemas específicos (y reales) de ciertos grupos de agricultores sean identificados como si fueran los del conjunto del sector.
Lo sorprendente, como he señalado, es que una persona de sobrada experiencia, conocimiento y formación, como Pimentel, reactive el viejo discurso agrarista y corporativo. Y sorprende que lo haga en un libro sembrado, además, de modernas reflexiones sobre temas que están en la actual agenda social y política y que sintonizan con la idea, que comparto, de recuperar una estrategia alimentaria propia en la UE para hacer frente a los nuevos desafíos del sector.
A diferencia de la tesis de “la venganza del campo”, dominante en su libro, esta otra de la nueva estrategia alimentaria, también presente en muchos de sus artículos, entronca con un nuevo agrarismo basado en el reconocimiento de la diversidad social y económica de la agricultura europea y en la percepción de un sector no cerrado, sino abierto al mundo y en alianza con la sociedad de la que los agricultores son parte indiscutible junto a otros grupos sociales.
Pero Pimentel opta por destacar en su libro la tesis más cercana al viejo agrarismo.
Un discurso apocalíptico
Ya la misma tesis de “la venganza” es, como digo, apocalíptica en su tono y mensaje y, como tal, apela a las emociones. Pero no resiste un análisis racional y empírico.
Por ejemplo, la fuerte subida del precio de los alimentos que, sin duda, hemos experimentado en los tres últimos años, y que Pimentel percibe como el comienzo de la venganza del campo, se debe, sobre todo, a factores coyunturales (pandemia, sequía, guerra de Ucrania…). Ha sido, sin duda, una subida importante, incluso brusca, pero que ha ido remitiendo en los últimos meses hasta volver a las habituales tasas de inflación alimentaria (el último dato del IPC de julio señala que la tasa interanual de los alimentos estuvo en el 3,1 %, si bien manteniéndose aún alta en algunos productos).
Y lo mismo cabe decir respecto de los problemas puntuales que ha habido de suministro en algunos insumos y que, sin embargo, no ha provocado desabastecimiento de alimentos. Ni siquiera en los meses de la pandemia COVID-19, los supermercados y demás establecimientos de alimentación estuvieron desbastecidos, gracias al buen funcionamiento que tuvo la cadena alimentaria.
Asimismo, nunca ha habido cifras tan boyantes como las de ahora en términos de producción final agraria y de intercambios comerciales alimentarios, tanto a escala europea, como española: más de 65.000 millones de euros de producción final agraria en 2023 en España (un aumento del 47 % en los últimos diez años), de los cuales más de la mitad se exporta.
Aunque se haya producido un fuerte aumento del coste de los insumos (en torno al 50 % en ese mismo periodo), por los factores coyunturales antes citados, la renta agraria sigue subiendo en nuestro país (creció un 11 % el pasado año hasta alcanzar la cifra de casi 32.000 millones de euros a precios constantes), si bien con importantes diferencias entre agricultores, que es lo que explica la gran diversidad interna del sector y las distintas reacciones.
Las cifras globales del sector nunca han sido tan boyantes como ahora: produce anualmente más de 65.000 millones de euros y la renta agraria total roza los 32.000 millones de euros
En todo caso, no veo en esos datos la espada de un ángel vengador que, en forma de subida del precio de los alimentos y de desabastecimiento, vendría a pedirle cuentas al resto de la sociedad del expolio sufrido por el campo. Veo más bien la realidad de una adversa coyuntura que golpea de forma desigual al conjunto de los agricultores.
No sabemos qué nos deparará el futuro, pero con los datos actuales creo que la tesis de la venganza del campo que preconiza Pimentel no se sostiene empíricamente.
Una visión simplificadora de la agricultura
Respecto a lo simplificador del discurso de “la venganza del campo”, tal simplificación ya está explícita en la opción, reconocida por el propio autor, de “no entrar a analizar las diferentes agriculturas” (p. 20), sino de hablar de campo, agricultura y agricultores de un modo genérico.
Esa opción, respetable y válida para un ensayo que, según Pimentel, no pretende ser agronómico, es decir, fundamentado técnicamente en datos, es ya de por sí un modo de simplificar la realidad de un sector tan diverso y heterogéneo como el agrario. Pero eso tiene sus riesgos de cara a la solvencia de las afirmaciones que se hacen en el libro.
No es excusa para ello decir, como afirma Pimentel, que “huye de datos, de informes técnicos, de bibliografía, de cuadros, de gráficos" (p. 20) con el objetivo de hacer el libro más comprensible. Tampoco me parece serio confiar, como él señala, en “que sea el sentido común el que nos muestre la incongruente paradoja en la que habitamos, la de querer alimentos variados, abundantes, sanos y baratos, mientras atacamos con saña la actividad agraria y a las gentes que la desarrollan” (p. 20).
El problema es que el sentido común es el menos común de todos los sentidos, y por ello los datos son siempre necesarios para fundamentar cualquier afirmación. El último Censo Agrario y los diversos estudios sobre evolución de la producción y la renta, describen la realidad de una agricultura marcada por la diversidad, tanto productiva, como socio-estructural.
El sentido común es el menos común de todos los sentidos, por lo que los datos siempre son necesarios para fundamentar cualquier afirmación
Esas fuentes nos muestran un sector en el que hay muchos agricultores en dificultad y con problemas, pero también otros, sobre todo jóvenes emprendedores, que están logrando pingües beneficios en explotaciones tecnificadas y competitivas y en subsectores muy rentables.
Es, además, osado afirmar, como hace con vehemencia Pimentel, que la sociedad, de la que los agricultores son parte ineludible, ataque la actividad agraria y la desprecie. Puede que algunos grupos de opinión lo hagan, pero son una minoría. Prueba de ello fue el amplio apoyo social que recibieron las movilizaciones de los agricultores cuando llevaron los tractores al centro mismo de las ciudades.
Puede que ese apoyo sea efímero y que luego no se vea correspondido como se merece en las actitudes de los consumidores a la hora de comprar alimentos (buscando siempre lo bueno y barato), pero lo que no puede verse en ello es el desprecio al que se refiere Pimentel en su libro.
Asimismo, es inexacto afirmar que la PAC ha abandonado a la agricultura en favor del medioambiente o la biodiversidad. La realidad es que, con el dinero de los contribuyentes europeos, la PAC, tan denostada, destina cada año unos 50.000 millones de euros a los agricultores (7.000 millones a los españoles), de los cuales más del 70 % lo es en forma de ayudas directas como compensación de rentas, y que aseguran en torno a un tercio de la renta de los agricultores. El resto se destina a ayudas a la instalación de jóvenes, a los eco-regímenes y a la inversión, para promover el relevo generacional, la adaptación de las explotaciones al cambio climático y la digitalización, respectivamente.
La mera existencia de la PAC, a la que se oponen algunos Estados miembros de la UE, es una buena muestra de que Bruselas no abandona a los agricultores
Y a ello habría que añadir, en el caso español, los recursos propios que se destinan al sector tanto a través de los presupuestos generales del Estado, como de los de las CCAA (para bonificar el seguro agrario, afrontar el problema de la sequía o cofinanciar los programas del segundo pilar de la PAC), y que suman en torno a otro millar de millones de euros anuales.
Es verdad que las políticas agrarias se mueven hoy en marcos de referencia distintos de los tradicionales, y que ya no se guían exclusivamente por el ideal productivista como ocurría antaño, debiendo conciliar ahora la lógica de la producción agraria con la de la sostenibilidad ambiental. Pero afirmar que la agricultura ha sido abandonada por la PAC por el hecho, cierto, de que se haya reducido el presupuesto agrícola y de que la política agraria europea haya ido virando hacia postulados menos agraristas, respondiendo así a las nuevas demandas de la sociedad, es una afirmación que no se sostiene empíricamente.
Se puede discutir si las ayudas son suficientes o escasas, pero el hecho mismo de la continuidad de la PAC, nunca asegurada por la oposición de algunos Estados miembros de la UE, es una buena muestra de que Bruselas no tiene abandonados a los agricultores.
Una agricultura diversa y plural
Hoy no se puede hablar de agricultura, sino de agriculturas, ni de los agricultores como un colectivo con una identidad común en torno a la producción de alimentos. Hay tantas realidades agrícolas y ganaderas como explotaciones existen en nuestros territorios rurales, algo que el propio Pimentel sabe y admite en algunas partes de su libro.
Se puede, y se debe, como todos lo hacemos en nuestros análisis del sector agrario, simplificar de algún modo ese panorama tan diverso de la agricultura para entender mejor sus claves de funcionamiento. Pero no se puede llevar esa simplificación hasta el extremo de entender la agricultura como un todo y a los agricultores como un colectivo homogéneo dispuesto, como sugiere Pimentel, a vengarse de los males que le causa una sociedad que es también la de ellos.
Al menos, debemos reconocer que, más allá de la variedad productiva que atraviesa los territorios, hay en la agricultura una diversidad estructural según el tipo de explotaciones, marcada no solo por su tamaño, sino también por el modo como se gestionan y por su nivel de tecnificación, lo que conlleva también diversidad cultural y diferentes actitudes a la hora de afrontar los retos actuales y futuros.
Hay agricultores con problemas, sin duda, y hacen bien en protestar y manifestarse, pero no toda la agricultura está al límite como se deduce del discurso de la venganza del campo.
Tampoco es cierto que el sector agrario esté marginado de los grandes procesos de cambio, y que por eso deba vengarse. Puede que algunos lo perciban así, pero es un hecho que una gran parte del sector está en la vanguardia de las innovaciones tecnológicas y muchos agricultores son hoy empresarios tan avanzados en experiencia y conocimiento como los de cualquier otro sector de actividad.
Además, un número cada vez mayor de agricultores vive en áreas urbanas, sea en las ciudades o en los grandes municipios, y desde allí gestionan sus explotaciones gracias al avance de los medios de transporte y al desarrollo de las nuevas tecnologías digitales.
Por tanto, los agricultores no son hoy un grupo “aparte” ni aislado del resto de la sociedad como lo estaba antaño, sino que son parte de ella, participando a través de las organizaciones profesionales en las instancias de concertación y en los procesos de toma de decisiones, tanto a nivel europeo, como nacional y autonómico.
Los sucesivos eurobarómetros muestran la elevada valoración que tienen los europeos de la agricultura (siempre por encima del 90 %), por lo que la tesis del 'desprecio' (agribashing) es difícil de sostener empíricamente en estos tiempos, aunque haya grupos de agricultores que lo sientan como tal y grupos de opinión que cuestionen determinados modelos productivos.
El nuevo agrarismo y la necesidad de alianzas
Es una realidad que los cambios que experimenta la agricultura son de tal magnitud, que han modificado el paisaje tradicional de nuestros territorios rurales, pero no cabe lamentarse por ello.
La agricultura de hoy es mucho más eficiente y próspera que la tradicional, siendo capaz de producir más con menos explotaciones y menos agricultores (la drástica reducción de la población agraria en las tres últimas décadas no ha sido acompañada de un descenso de la producción, sino de todo lo contrario). Incluso hay ya modelos de gestión que no exigen la presencia de los agricultores en las explotaciones, gracias a la digitalización.
Junto a esos modelos coexisten otros más anclados en el territorio e incluso basados en los principios de la agroecología o en los productos de marcas diferenciadas vinculados al territorio. Todo ello es un buen ejemplo de la diversidad social, cultural y económica que caracteriza hoy a la agricultura.
Y eso no hay que verlo como algo negativo, adoptando la actitud de replegarse en la idealización de un mundo rural que ya no existe, sino como el signo inexorable de los tiempos. Ello plantea nuevos retos a las políticas agrarias y rurales, tanto en relación con la demografía, la cohesión territorial y el desarrollo rural (con el problema central de la despoblación), como al relevo generacional, al uso racional de los recursos naturales (entre ellos el agua), a la calidad y salubridad de los alimentos y a la garantía de seguridad alimentaria.
Son retos que Pimentel incluso plantea como necesarios en su libro, aunque al final se decante por la tesis de la venganza del campo.
Un sector que afronta una profunda reconversión ante los nuevos desafíos digitales y climáticos necesita menos discursos de 'venganza' y más de 'alianza'
El sector agrario no necesita discursos que apelen a un cierre corporativo (discursos bonding, según la terminología del capital social, que crean lazos emocionales fuertes, pero que aíslan); sino discursos basados en la apertura hacia los demás sectores de la cadena, incluidos los consumidores (discursos bridging, que crean puentes), en el marco de nuevas estrategias alimentarias.
Esa es la diferencia entre el nuevo agrarismo (abierto, cooperador, plural y consciente de la importancia de la agricultura, pero también de la complejidad de los desafíos) que se plantea desde algunos foros (como la Fundación de Estudios Rurales o el Foro Mundial Rural) y el viejo agrarismo (cerrado, simplificador, unitario y de confrontación) que, de un modo sorprendente, reactiva Pimentel en su libro.
Se necesitan, por tanto, menos discursos de venganza y más de alianza, en un sector cuyos problemas no pueden resolverlos por sí solos los agricultores con dificultades para adaptarse a los nuevos desafíos digitales y climáticos en lo que es ya una profunda reconversión agraria.
Solo apostando por la concertación con los poderes públicos para incidir en las políticas (no solo agrarias, sino también rurales, ambientales y alimentarias) y por la cooperación dentro del sector (mediante eficientes fórmulas asociativas), así como por el desarrollo de alianzas con el conjunto de la sociedad de la que los agricultores forman parte, puede atisbarse alguna vía de solución para afrontar los retos actuales con el menor coste social posible.
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