13 June 2024
Los seres humanos a veces demonizamos a las bacterias. Vale, algunas se lo han buscado. La Salmonella o Helicobacter pylori son buenos ejemplos de ello. Pero también hay bacterias buenas. Gracias a las que viven en nuestro organismo y forman nuestra microbiota nos mantenemos a salvo de otros microorganismos que sí son patógenos.
Algunas, como las del género Lactobacillus, nos ayudan a preparar alimentos tan sabrosos como el queso. Y también hay otras que nos prestan sus toxinas como insecticidas. Hay varias de este tipo, pero una de las más comunes es Bacillus thuringiensis.
Esta es una bacteria que vive en el suelo y es capaz de matar a distintas especies de insectos de forma muy específica. Esa es su mayor virtud, pues resulta inocua para seres humanos, animales silvestres e incluso otros insectos que sí son beneficiosos para los cultivos, como las abejas.
Además, cada subespecie de la bacteria es eficaz contra distintos órdenes de insectos. Por lo tanto, se pueden elegir según nuestras necesidades. Hay otras bacterias cuyas toxinas se pueden usar como insecticidas. De hecho, la mayoría pertenecen también al género Bacillus. Pero lo cierto es que ninguna es tan versátil como B. thuringiensis.
Hay otras bacterias cuyas toxinas se pueden usar como insecticidas, pero ninguna es tan versátil como B. thuringiensis
Un siglo de historia de Bacillus thuringiensis
En 1901, un biólogo japonés, Shigetane Ishiwatari, fue contratado para estudiar la enfermedad de sotto. Esta era una afección desconocida que estaba matando súbitamente a los gusanos de seda, tan importantes en la industria textil del país nipón. Al analizar algunas de estas orugas muertas, el científico encontró una bacteria hasta entonces desconocida, a la que bautizó como Bacillus sotto.
Resuelto el misterio de los gusanos de seda, Ishiwatari ya no tenía mucho más que hacer. Los siguientes datos sobre la bacteria llegaron en 1911, después de que el microbiólogo alemán Ernst Berliner lograse aislarla por primera vez.
La denominación que le había dado el japonés terminó desestimándose, por lo que fue Berliner quien finalmente la bautizó en honor a la ciudad en la que la había aislado: Turingia.
Desde entonces, el alemán centró sus investigaciones en esta bacteria. En 1915 descubrió en su interior unos cristales, pero no tuvo claro cuál podía ser su función. Aun así, estaba claro que podía tener un gran papel en agricultura.
En la década de 1920 comenzaron a rociarse cultivos con sus esporas. Se hizo con una gran fama en muchos países, pero sobre todo en Francia. El objetivo era el uso de las toxinas como insecticidas, pero se hacía sin mucho conocimiento sobre su funcionamiento.
Ese, posiblemente, sea uno de los motivos por los que dejó de usarse, aunque había más hándicaps. Por ejemplo, que al pulverizarse en formato líquido se eliminaba fácilmente con el agua de lluvia o las radiaciones solares. Tampoco llegaba a los insectos subterráneos y solo era eficaz contra las larvas de lepidópteros. Este es el orden de insectos al que pertenecen las polillas. Cubría una amplia gama de plagas, pero no todas.
Por todos esos motivos, Bacillus thuringiensis cayó en el olvido y se siguieron utilizando los insecticidas sintéticos tradicionales. Los agricultores aplicaron el viejo dicho: “Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”.
Los cristales que lo cambiaron todo
Ya hemos visto que en 1915 Berliner descubrió unos cristales en el interior de Bacillus thuringiensis, pero no consiguió descifrar para qué servían. Esto fue un misterio hasta 1956. Ese año, tres científicos, Thomas Angus, Christopher Hannay y Philip FitzJames, descubrieron que esos cristales eran precisamente la clave de su eficacia. Las toxinas insecticidas se encontraban en su interior.
Gracias a ese primer hallazgo, con el tiempo se ha logrado descifrar los genes del ADN de la bacteria que codifican las toxinas insecticidas. A su vez, eso ha servido para estudiar más a fondo la especie y encontrar subespecies capaces de combatir nuevas órdenes de insectos. En 1977 se encontraron las primeras que podían servir para plagas de dípteros, como las moscas, y en 1983 las que combatían los coleópteros o escarabajos.
Finalmente, gracias a ese hallazgo, en los 90 se logró crear plantas transgénicas que producen directamente las toxinas insecticidas, de manera que se ataca a las plagas desde dentro. Esto se ha hecho sobre todo con cultivos de maíz y patata, aunque los primeros son mucho más relevantes en Europa, como veremos más adelante.
El doble check de las toxinas insecticidas
Las toxinas insecticidas de Bacillus thuringiensis resultan interesantes sobre todo por su inocuidad para otros organismos. Los seres humanos, por ejemplo, no corremos ningún riesgo con su consumo, ya que nuestro sistema digestivo no es capaz de procesarlas. Pero vamos a verlo desde el principio.
Las esporas de estas bacterias contienen unos cristales en cuyo interior hay varios tipos de proteínas. Algunas son inocuas y otras son esas toxinas insecticidas que tanto nos interesan. Principalmente se conocen dos: Cry y Vip. También se ha estudiado otra llamada Cyt, pero no hay tanta información como de las otras dos.
Con todas ellas, para que puedan entrar en acción es necesario que el insecto las ingiera. Esto ocurre, por ejemplo, cuando muerde las hojas de los cultivos en los que se ha formado la plaga. Llegados a este punto, como es lógico, los cristales con las toxinas insecticidas pasan al sistema digestivo, pero aún no pueden utilizarse, pues se encuentran inactivas.
En un primer paso, es necesario que Cry se solubilice. Esto ocurre a un pH alto, como es el del sistema digestivo de los insectos. Dado que el de los seres humanos es un pH bajo, bastante ácido, sería imposible que las toxinas insecticidas se solubilizaran y pudieran utilizarse. Vip no necesita ese paso.
Sin embargo, en este punto ni Vip ni Cry pueden utilizarse todavía. Es necesario que se procesen y de eso se encargan algunas proteínas, presentes en gran cantidad en el sistema digestivo de los insectos. La composición de estas proteínas es la que dicta principalmente si las toxinas insecticidas sirven para lepidópteros, dípteros o cualquier otro orden concreto.
Estamos, por lo tanto, ante un doble check: las toxinas insecticidas deben pasar por dos pasos antes de entrar en acción.
Cuando esto ocurre, forman poros en las células intestinales de los insectos. Eso les causa la muerte por dos motivos. Por un lado, porque se rompe el equilibrio osmótico. Este es un equilibrio por el cual el agua entra o sale de las células para mantener siempre la misma concentración de sales dentro y fuera.
Es algo que ocurre de forma muy controlada a través de las membranas celulares. Pero con las membranas como un colador ya es imposible controlarlo y las células acaban muriendo.
Además, se liberan a la hemolinfa de los insectos, homóloga de la sangre humana, un gran número de bacterias que acaban provocando una sepsis. Los insectos no tienen escapatoria.
Ya muertos, los insectos se convierten en el incubador perfecto para las nuevas bacterias, que generarán más esporas y facilitarán que las toxinas insecticidas lleguen a más insectos.
Si la toxina no va a la planta, la planta produce la toxina
Los organismos transgénicos son aquellos en cuyo ADN se introducen genes de otras especies, con el fin de darles características útiles para ellos.
Tras el hallazgo de los genes que codifican las toxinas insecticidas, se descubrió la forma de obtener plantas capaces de producirlas. Así, se ataca a la plaga desde dentro.
En Europa destaca el conocido como maíz Bt. Si bien en este continente se pueden importar más de 100 plantas transgénicas, el maíz Bt ha sido la única que ha obtenido los permisos necesarios para su cultivo dentro de nuestras fronteras.
Esto es muy útil, al igual que el uso externo de Bacillus thuringiensis, pues cada vez hay más insectos resistentes a los insecticidas sintéticos. Por eso, con este insecticida bacteriano se aúnan seguridad y eficacia. ¿A quién no le va a gustar?
Bacillus thuringiensis no está sola
Si bien Bacillus thuringiensis es la bacteria entomopatógena por antonomasia, existen algunas otras que también podrían utilizarse como insecticidas. Algunos ejemplos son Lysinibacillus sphaericus, Bacillus moritai o Paenibacillus popilliae.
Sin embargo, estas bacterias están mucho menos estudiadas que B. thuringiensis. Por eso, será necesario conocerlas mucho mejor antes de sumar sus proteínas al arsenal de toxinas insecticidas del que disponemos en agricultura.
Sea como sea, está claro que todas las bacterias no son tan malas como a veces solemos creer. Estos son grandes ejemplos de ello. Aunque, en este caso, si los insectos hablaran no opinarían lo mismo.