01 July 2024
Hace mucho, mucho tiempo, unos 10.000 años aproximadamente, los antiguos cazadores y recolectores decidieron dejar atrás su vida nómada y crear los primeros asentamientos humanos. Pasaron de cazar a criar a los animales que les darían la carne y a sembrar ellos los vegetales, sin necesidad de tener que buscarlos.
Ese fue el nacimiento de la ganadería y la agricultura. Sin duda, una gran revolución. Pero la revolución verde, la que dio de verdad un vuelco a los métodos de cultivo de los seres humanos, tuvo que esperar varios miles de años, hasta la década de 1940.
En plena Segunda Guerra Mundial, mientras medio mundo se rompía entre las bombas, los gobernantes se dieron cuenta de algo que trascendía los límites de la contienda: era muy peligroso reducir la alimentación de las naciones desarrolladas a la estabilidad política de unos pocos países.
Había que apostar por la expansión de cultivos a otros lugares del mundo. Pero claro, para que se costease el transporte, era necesario aumentar el rendimiento de los cultivos.
Este fue el disparador que dio lugar a una revolución verde que se forjó en primera instancia en el laboratorio de un genetista y profesor de la Universidad de Minnesota, llamado Norman E. Borlaug.
A pesar de trabajar inicialmente en Estados Unidos, fue contratado por el Ministerio de Agricultura de México. Este, junto a la Fundación Rockefeller, puso los fondos para una investigación que no difería tanto de lo que hacían aquellos primeros agricultores hace 10.000 años. Simplemente, esta vez se hacía de forma más consciente.
La larga historia de la genética aplicada a la agricultura
Los primeros agricultores no tenían conocimientos de genética. Ni siquiera sabían lo que era eso. Sin embargo, sin ser conscientes, la estaban utilizando. A base de ensayo y error, aprendieron a seleccionar las semillas más resistentes o que garantizarían un mayor rendimiento.
Observaron cómo la selección natural empujaba a algunas plantas a la desaparición y observaron concienzudamente cuáles eran esas cualidades que les permitían sobrevivir. No sabían qué ocurriría al hibridar dos plantas. De hecho, no tenían ni idea de lo que es un híbrido, pero asistieron al azar natural por el que algunas plantas se cruzaban entre sí y tomaron nota de ello.
En cambio, cuando el Gobierno mexicano contrató a Borlaug, lo hizo porque este tenía una cualidad que no tenían aquellos primeros agricultores. Conocía los misterios de la genética.
Tras su contratación, instaló dos fincas experimentales en territorio mexicano, con 10 grados de latitud y 2.600 metros de altura de diferencia. Así, los híbridos de la planta del trigo que desarrollaría en el laboratorio podrían cultivarse en diferentes condiciones, para ver cuáles eran las ideales.
Su objetivo era obtener plantas que tuviesen un mayor rendimiento, de manera que se pudiera contar con una producción más alta en una misma cantidad de terreno.
Al principio casi muere de éxito. Obtuvo plantas de trigo con un rendimiento tan alto que los tallos se doblaban y se rompían por el peso. No obstante, supo encontrar la solución, hibridando esa nueva planta con una especie japonesa mucho más corta. Así, obtuvo un trigo enano con un tallo corto y robusto, capaz de aguantar mucho mejor el peso.
El éxito de sus cultivos de trigo fue tan alto que México llegó a alcanzar la autosuficiencia agrícola. Se considera que fue así como nació la revolución verde. Pero aún le quedaba mucho camino por andar.
Premio Nobel a la revolución verde
Tras México, otras naciones con pocos recursos económicos se unieron al cultivo de plantas híbridas mucho más resistentes y con mayor rendimiento. En Filipinas, la Fundación Rockefeller se unió esta vez al Instituto Internacional sobre Investigación del Arroz para probar las mismas técnicas en este otro cereal. Los resultados fueron un éxito comparable al de México. Otros científicos en otros países hicieron lo propio con el maíz.
Poco a poco, los cultivos de cereales básicos para la población mundial aumentaron su rendimiento en todo el mundo. Según datos de la FAO, en la década de 1960 el 56 % de la población mundial no alcanzaba el aporte de energía recomendado de 2.200 kcal/día a través de la alimentación. En cambio, para la década de 1990, la cifra se encontraba ya por debajo del 10 %.
Esto fue tan beneficioso que en 1970 Norman Borlaug ganó el Premio Nobel de la Paz por su trabajo. Pero la cara menos afable de la revolución verde estaba aún por llegar.
Las sobras de la Segunda Guerra Mundial y el declive de la revolución verde
Tras la Segunda Guerra Mundial, el ejército de Estados Unidos tenía un excedente de DDT. Durante los años de la contienda habían utilizado este insecticida para combatir la malaria, las pulgas y los piojos que atacaban a los soldados.
Era necesario darle un nuevo uso, por lo que se comenzó a utilizar como pesticida para evitar las plagas en esos nuevos cultivos propiciados por la revolución verde.
Este fue solo uno de los muchos cambios que se hicieron en la forma tradicional de cultivar. Comenzó a utilizarse mucha más agua y a recurrir a los monocultivos. Si bien estos tenían un rendimiento muy elevado que necesitaba menos terreno, cada vez se quiso ampliar más la oferta, por lo que llegó un momento en que prácticamente todo el suelo cultivable estaba arado para la siembra de semillas. Además, se fue alcanzando ese límite fisiológico a partir del cual las plantas no dan para más.
El agua empezó a escasear, el suelo a erosionarse y los agricultores con menos recursos, que en un principio se habían visto muy beneficiados, ya no disponían de medios para sostener esos avances.
México, el país donde prácticamente nació la revolución verde, perdió su autosuficiencia y como él otros muchos países iniciaron un nuevo declive. Esta vez sí, la revolución verde había causado la muerte por éxito.
¿Y ahora qué hacemos? Una nueva revolución verde
Afortunadamente, estamos viviendo una nueva revolución verde. De nuevo, la ciencia se pone al servicio de la agricultura para corregir también los errores del pasado.
Actualmente existen métodos biológicos para el control de plagas, como las toxinas bacterianas que se dirigen específicamente al sistema digestivo de los insectos. Incluso disponemos de insectos que combaten otros insectos.
La ingeniería genética va un paso más allá de los híbridos de Borlaug. Gracias a ella se pueden desarrollar plantas resistentes a las plagas, a la sequía o incluso a la presencia de metales pesados en el suelo. Eso permitiría ocupar nuevos terrenos y dejar respirar los que ahora mismo están saturados.
Los nuevos métodos de riego permiten aprovechar el agua sin despilfarrarla. Incluso se puede automatizar el riego para utilizarlo solo cuando sea necesario.
Hay mucho camino por recorrer. Posiblemente los avances en agricultura choquen con muchos muros en el futuro, pero tras cada uno de esos muros habrá una nueva revolución verde.
Hoy en día disponemos de avances con los que aquellos hombres y mujeres de hace 10.000 años ni siquiera podían soñar. La clave está en buscar la forma de aprovecharlos con el mínimo impacto negativo para el medioambiente.
Vamos por el buen camino.
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